He vivido mi sueño. Ahora cuando os lo cuente vais a pensar que estoy como una regadera, pero es que he estado en el mayor evento de carne argentina del mundo y he comido hasta hartarme. ¡Un monumento a la parrillada argentina habría que hacer!
Que adoro la carne no es nada nuevo, es más, ¡me gustaría hacer una reivindicación para que todas las mujeres que aman la carne levanten la voz! Porque parece que sólo los hombres pueden llenarse las manos con costillas y comer a lo cerdo, pero no es así. Nosotras también podemos y, para muestra, un botón (que soy yo).
El caso es que la semana pasada se casó la hija de unos amigos de mis padres en esta hacienda para bodas en Sevilla. La verdad es que yo no quería ir, yo me habría quedado muy a gusto en casa mientras ellos se iban al gran evento, pero por compromiso acabé aceptando la invitación y yendo a la boda. Nada más llegar me llamó la atención el letrero que se podía leer a la entrada porque, normalmente, ponen el nombre de los novios en letras grandes o la palabra “love”, pero la pareja encargó a Rótulos de Corcho un letrero enorme que decía “A Comer”.
Y ahí empezó todo
No es que en ese momento aquella frase me llamara mucho la atención, al menos no en el buen sentido, de hecho pensé que no tenían muy buen gusto poniendo eso, aunque luego me critiqué a mí misma por haber pensado esas palabras ya que, al fin y al cabo, ¿quién estipula qué se debe decir o no en una boda? Eso de ir de etiqueta con unos taconazos que llegan hasta el techo es de reciente creación. De hecho, antes las bodas se hacían en el campo, bebiendo cerveza y bailando sobre la hierba. Ahora parece que todas tenemos que ir de princesas y eso no es así.
Una vez dentro de la finca me di cuenta de que aquella no iba a ser una boda como a las que todos estamos acostumbrados. La decoración era muy divertida, habían vacas gigantes como las de los dibujos animados, con caras graciosa señalando los distintos caminos para ir al baño, a la zona infantil, al cóctel, a la pista de baile…. Y además había algo que llamó mucho mi atención. Sólo había una mesa larga, gigante, con un montón de sillas a ambos lados que me recordó a esas que aparecen en los anuncios de los jabones lavaplatos, pero ninguna más. Y de pronto, los novios, ella llevaba un vestido que me recordó mucho al que lleva Eowin, la del Señor de los Anillos, en la primera secuencia en la que aparece, y él parecía un caballero medieval pero sin armadura. Llegaron hasta una especie de tarima entre aplausos y vítores y de pronto ella gritó: FIESTAAAA y de detrás de ellos salieron chicos y chicas con violines que empezaron a tocar cual fiesta irlandesa. No me había reído tanto en una boda en la vida.
Empezaron a salir camareros con bebida y cocineros que se ponían detrás de unas mesas que, en menos que canta un gallo, estaban repletas de carnes y planchas de piedra ardiendo donde te cocinaban la carne que querías. Había vacío, entraña, entrecot, solomillo, churrasco y chorizos criollos. En una mesa lateral empezaron a poner patatas asadas, patatas fritas y patatas estilo deluxe, y la gente empezó a coger cosas y a sentarse a la mesa larga para comer. Cada vez que me levantaba acababa sentada en un sitio diferente y los niños no paraban quietos ni cinco minutos. No hubo ceremonia, ni protocolo, ni pijerío… sólo hubo carne, patatas y mucha fiesta. La mejor boda a la que he ido en mi vida.